Votan al P$OE (los más audaces a IU o al BLOC), compran el dominical de El País los domingos, escuchan la Ser o Radio 3, alquilan (sí, alquilan) un niño saharahui todos los veranos, presumen de tener amigos negros, vascos u homosexuales, veranean en Sitges. Compran juguetes didácticos y no sexistas a sus retoños, que llevan a colegios concertados (que eso de que se junten con niños ecuatorianos o rumanos es demasiado por muy de multiculturales que se las pinten). Tildan a Chávez dictador, son del Barça, escuchan a Manu Chao, están afiliados a Médicos sin fronteras, Unicef o Intermon Oxfam. Ven cine en V.O.S., gritaron No a la guerra pero opinan que la presencia de nuestras tropas en Afganistán está justificada, van al psicoanalista porque es muy moderno, leen a Orwell y a Rosa Montero, no se pierden un capítulo de House, Perdidos o Anatomía de Grey. Consumen arte moderno. Hacen yoga, tai chi o meditación trascendental (a veces las tres cosas a la vez), se fuman un porro a los 40 para de alguna manera engañarse a sí mismos y no reconocer que se han convertido en aquello que con tanta ferocidad criticaban. Son funcionarios medios y altos, tienen facebook y messenger a los 50. Ellas, en el falaz intento por superar su tercer divorcio, ven Sexo en Nueva York o Friends y piensan que fornicar con un joven de 28 años es un acto revolucionario o rebelde propio de la emancipación femenina, ellos se apuntan a un gimnasio en el patético intento de gustar a la nueva secretaria ante la que esconden barriga cuando se cruzan con ella en la oficina. Levitan con la filmografía de Lars Von Trier y con los ronquidos guturales de la islandesa Bjork. Son paternalistas y condescendientes con los jóvenes anti-sistema, a los que tachan continuamente de ingenuos y de soñadores, a veces incluso de delincuentes: patalean sobre el embarazoso reflejo que les devuelve por un instante a una vida menos cómoda pero mucho más apasionante, la misma que un buen día tiraron por el retrete del conformismo en aras de una corbata, un despacho y una televisión de plasma, en la que ríen todas las noches con Buenafuente. Asiduos a herboristerías, tararean a Sabina y les gusta el cine de Almodóvar. Acuden a restaurantes en donde los platos son cuadrados, la música austro-húngara y el camarero lleva la cara llena de piercings. Comen sushi, beben actimel y se han apuntado a un curso de chino o de fotografía por correspondencia. Son los progres, los modernos bufones o los bufones posmodernos, paradigma del discreto encanto pequeño-burgués, caricaturas de un pasado que sólo fue mágico en ese rincón de su subconsciente que alimentan con patrañas románticas sesentayochistas. Son simulacro barato.
Richie La Nuit
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