martes, 15 de febrero de 2011

Los Goya, Alex de la Iglesia y las futuras Glorias Swanson

Reconozco que mi expectación y mi nerviosismo eran notables, la 25ª edición de los premio Goya venía precedida de una polémica de grandes dimensiones que amenazaba con hacer tambalear el endogámico mundillo cinematográfico patrio. El morbo estaba servido, Alex de la Iglesia presidente de la academia, había abierto la caja de los truenos y se posicionaba abiertamente en contra de la ley Sinde, tras dialogar con cientos de internautas y conocer de primera mano la otra versión del conflicto. Tras la gala, me siguen asaltando ciertas dudas: ¿Los pechos de Carolina Bang son de verdad o de pega? ¿Por qué las películas de Julio Médem continúan obteniendo candidaturas? ¿Qué produce más grima, Leire Pajín con traje de noche o levantando el puño bajo los acordes de la Internacional? ¿Existe vida más allá de la saga Trueba o la saga Bardem? ¿A qué lumbreras se le ocurrió premiarEl discurso del rey en detrimento de La cinta blanca como mejor película europea? ¿Qué fuman los miembros de la Academia?

«El cine se muere», grita su industria; «agoniza» dice la española. No me extraña en absoluto si la industria se limita a perpetuar un modelo de producción basado en la herencia congénita y algún tipo de sangre azul propia de artistas que enchufan en la industria hasta al primo más lejano, pero la endogamia carnal de nuestra camarilla de artistas (o carteristas, como gritaban las masas a la entrada) es otro debate del que habrá que dar cuenta algún día. La gala nos dejó apuntes muy interesantes.

Mientras en la entrada de la alfombra roja se apretaban los jóvenes internautas para protestar contra la ley Sinde y la página de Facebook de TVE censuraba el bloqueo a la que era sometida por miles de activistas, esos que dicen morirse de hambre desfilaban con sus trajes de diseño y sus joyas de alta alcurnia. «Te queda muy bien el vestido», comentaba un paparazzi. «Gracias, Carolina Herrera estará muy contenta», respondió la ex presidenta de la Academia y actual muerta de hambre, Aitana Sánchez Gijón. Algo parecido a cuando esa intérprete del mundo de la canción llamada Rosario Flores (lo de la endogamia no sólo es en el cine) berreaba a los cuatro vientos aquello de «nos morimos de hambre!!», ataviada con un bolso de Prada. El desfile de máscaras no se hizo esperar; la máscara de Belén Rueda, la máscara de Ana Belén (ataviada con un vestido rojo, quizá para recordar que alguna vez fue comunista), la máscara de Marisa Paredes… La parada de las momias desfilaba bajo los flashes y nos hacía recordar lo patético que resulta el ver cómo profesionales del sector, expulsadas del mercado sexual, estiran su piel hasta límites inconcebibles, mercantilizando su endeble cuerpo a la espera de la llamada de algún productor que las saque del dique seco. Desfile grotesco de pequeñas aspirantes a Glorias Swanson en El Crepúsculo de los dioses que olvidan o no quieren asumir lo cruel del mundo de la farándula y el celuloide: Alex de la Iglesia con su discurso, las puso a todas en su sitio. El director vasco se ha ganado a pulso, el cariño de la mal llamada «comunidad internauta», eufemismo tramposo que enmascara a duras penas lo que los marxistas tradicionales siempre llamamos pueblo llano o masas.

«Dicen que he provocado una crisis. Crisis, en griego, significa "cambio". Y el cambio es ACCION. Estamos en un punto de no retorno y es el momento de actuar. No hay marcha atrás. De las decisiones que se tomen ahora dependerá todo. Nada de lo que valía antes, vale ya. Las reglas del juego han cambiado». […] «Sólo ganaremos al futuro SI SOMOS NOSOTROS LOS QUE CAMBIAMOS, los que innovamos, adelantándonos con propuestas imaginativas, creativas, aportando un NUEVO MODELO DE MERCADO que tenga en cuenta a TODOS los implicados: Autores, productores, distribuidores, exhibidores, páginas web, servidores, y usuarios. Se necesita una crisis, un cambio, para poder avanzar hacia un nueva manera de entender el negocio del cine». Bravo Alex.

Como estudiante de comunicación audiovisual que soy no es que me guste el cine, es que sencillamente lo adoro y es uno de los leitmotiv de mi existencia, y mentiría si dijera que en un futuro no me encantaría dedicarme de alguna u otra manera al maravilloso mundo del celuloide. Puedo asegurarle a la ministra González Sinde que me apasiona ir a las salas de cine y disfrutar de una película en pantalla gigante y con un equipo de sonido de esos que te envuelven hasta hacerte soñar (de eso va el cine), de veras que lo prefiero a descargar una película para posteriormente visionarla en la menuda y aséptica pantalla de mi PC portátil. Pero mi economía (y la de muchos internautas ninguneados por ese hatajo de millonarios) no me permite ir al cine todas las semanas. No deja de ser irónico que se nos exija visitar las salas de cine mientras abaratan el despido, nos hacen trabajar hasta los 67 años y nos reducen la pensión, y un gobierno supuestamente progresista se rinde a la religión de los mercados. El ejercicio de hipocresía es excelso.

Mi pasión por el séptimo arte es tal y mi necesidad tan acuciante, que inevitablemente me veo en la necesidad de descargar films y reservar los 7,50 euros de la entrada para películas concretas, cuya visión en grandes salas se me hace una necesidad casi biológica (Avatar, Celda 211, La cinta blanca, Balada triste de trompeta…) Esos mismos a los que los Bardem y los Trueba nos llaman ladrones, somos los mismos que vamos a ver sus películas ¿o son tan ingenuos que piensan que al cine sólo va una reducida élite que carece de conexión a Internet y nunca baja una película por principios? ¿Son gilipollas? Mucho me temo que sí.

Un nuevo modelo de mercado puede ser reducir el precio de las entradas. En plena crisis económica y con más de medio millón de familias en las que no entra ningún ingreso, unas cifras de paro juvenil que dan pavor y una precariedad en el mundo del trabajo propia de la Inglaterra del siglo XIX, la cultura se ha convertido en un bien escaso al que sólo una elite reducida puede tener acceso: el cine en sala se ha convertido en el privilegio de unos pocos, véase funcionarios, pequeños burgueses y profesiones liberales (de la gente que va al teatro mejor ni hablamos). La paradoja es demoledora: el cine, el arte de masas, sencillamente carece de ellas. Pero a seudo-comunistas como la saga Bardem y a seudo-cineastas de tercera como González Sinde les importa un comino y nos llaman ladrones, el mensaje que a duras penas disfrazan es claro: el que quiera disfrutar de la cultura que la pague, el que no que se joda y mire programas basura en la tele que son gratis. La ecuación es sencilla y apela al sentido común más básico: bajando el precio de las entradas las masas volverían al cine pero claro, bajo este supuesto, los ingresos se reducirían notablemente y Aitana Sánchez Gijón no podría desfilar bajo los flashes de la alfombra roja con su modelo exclusivo de Carolina Herrera, tendría que conformarse con uno producido en serie de El Corte Inglés.

Y por más que les irrite, las masas han movido ficha y la pelota está en el tejado de la industria: ¿cómo se puede augurar la muerte del cine mientras estrellas como Julia Roberts cobran 30 millones de dólares por película? Mucho me temo que el cine seguirá su curso, lo que sucede es que si Julia Roberts (o Bardem o Penélope Cruz) quieren seguir trabajando, tendrán que bajar sus honorarios hasta que sean compatibles con las nuevas reglas del juego. Algunos como Alex de la Iglesia se han dado cuenta de la jugada y son los primeros en adaptarse, otros, anclados en su divinidad, se convertirán en esperpénticas Glorias Swanson que no supieron adaptarse al cine mudo, en este caso a las nuevas tecnologías, y terminarán mendigando flashes y luces desde sus ostentosas mansiones de Miami alejadas del mundo real, añorando tiempos mejores.

No podría despedir este artículo sin mencionar la profunda decepción que supuso el comprobar que los artistas, tan radicales y participativos en denunciar la presencia de nuestras tropas en Irak, guardaron espectral silencio frente a las criminales reformas de tipo laboral que el ejecutivo de Zapatero ha arrojado contra la clase trabajadora, de la misma forma callaron (como las putas de lujo mantenidas que son) ante la presencia de nuestras tropas en Afganistán. A diferencia de Roma, el signo de la ceja sí que paga a los traidores. ¿Dónde estaban los Bardem, los Juan Diego, los Juan Diego Boto, los León de Aranoa, los Luis Tosar y compañía para enarbolar la bandera de los desposeídos? Progres de salón, se os ve el plumero. De la Iglesia sin tanta retórica seudo-marxista es mucho más revolucionario que todos vosotros juntos, tanto en lo ético como en lo estético.

Por último y como viene siendo costumbre, patético el eterno complejo frente a la industria norteamericana mediante las gracietas sin gracia como qué pasaría si Lope fuera El señor de los Anillos. En lugar de lamentarse y lloriquear como colegialas, deberíamos plantearnos una política cultural fuerte, en la línea de Jack Lang en Francia y no la de una ministra de orejas prominentes que para tan poco le sirven, al margen de para atentar contra el buen gusto.

Nega

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