Que el capitalismo no funciona es algo que sabe hasta el presidente del Banco Mundial, que es un sistema injusto e insostenible probablemente también. Pero analicemos por qué. Es bien sabido que una de las consecuencias del modelo económico imperante es la desigualdad económica creciente. Muchos economistas clásicos nos dirán que tiene su origen no tanto en la economía de mercado como en las malas condiciones que se dan en los países menos favorecidos. Serían estos estados con mala gobernanza, leyes inadecuadas para el desarrollo económico y un desarrollo humano bajo en gran parte los responsables de su propia situación.
Sea como fuere, según los informes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la relación entre la quinta parte más pobre y la quinta parte más rica del mundo en 1970 era de 1 a 30, mientras que en 2004 fue de 1 a 74. En este periodo de tiempo lo más destacable fue la caída de la Unión Soviética y la expansión de la economía de mercado, el fin de la Historia, como alguno se aventuraba a vaticinar. Por no hablar de los 1.020 millones de personas que padecían hambre en 2009, según la FAO. Esta situación atenta contra la dignidad humana… contra la de quienes la padecen, contra la de quienes la provocan y contra la de quienes la toleran. La realidad es terca y se empeña en contradecir a los ingenieros económicos de Wall Street, y eso a pesar de las migajas que en forma de ayuda al desarrollo se envían al mal llamado Tercer Mundo.
Quizá lo visto hasta ahora debería bastar para que una sociedad global se planteara sus cimientos, pero hay una segunda crisis, la ambiental. Nos dicen que no nos preocupemos, que conforme se desarrolle la economía esta crisis se resolverá por sí misma, que estamos pasando de un modelo industrial a una sociedad del conocimiento, que la tecnología es cada vez más ecoeficiente y que tarde o temprano la subida de los precios del petróleo hará que sustituyamos de manera “económicamente natural” esta fuente de energía. Sin embargo, aunque ahora acumulemos conocimiento, la producción industrial no solo no disminuye, sino que se incrementa y además se desplaza a países con una legislación ambiental más laxa. No se preocupen nos dicen, mientras de reojo se empeñan en guardar la mierda debajo de la alfombra.
El último de los problemas que citaré, un artículo de opinión no da para más, es el bienestar ilusorio. Para que se mantenga el sistema económico de un país es necesario que éste incremente su producción anualmente en un 2%, pero para sostenerla es necesario aumentar el consumo, que los ciudadanos dejen de ser ciudadanos para convertirse en consumidores. ¿Nos hace felices comprar artículos superfluos hasta reventar? No hace falta tirar de datos estadísticos para darse cuenta de que se ha disparado el uso de antidepresivos en los últimos años. Al menos se ha beneficiado la industria farmacéutica, pensarán algunos.
¿Y esto qué tiene que ver conmigo que vivo tranquilamente en Murcia? Todo. En la última década la Región ha terminado de convertirse en una sociedad de consumo. Los años de bonanza económica han incrementado las desigualdades, el deterioro ambiental y, casi diría, la infelicidad de los ciudadanos. El primer y el último problema quizá no parezcan tan evidentes pero están ahí.
El boom de la construcción hizo que muchos jóvenes dejaran a medias sus estudios para trabajar en puestos poco cualificados, algo que les ha enriquecido de manera ilusoria porque sin formación serán más fácilmente manipulables por los de siempre. Así las élites podrán mantenerse tranquilamente en su lugar por mucho dinero público que desvíen para favorecer sus intereses particulares.
¿Ha merecido la pena terminar con parajes que formaban parte de la identidad de esta tierra para incrementar el número de coches de lujo y el absentismo escolar? ¿Somos más felices cambiando la comida en la huerta o un baño en Marina de Cope por el paseo por el centro comercial?
Que el crecimiento económico ilimitado no funciona parece evidente. ¿Y si la solución fuera un decrecimiento controlado? En los últimos años está cobrando fuerza una teoría que aboga por cambiar los valores de la sociedad global. Por reducir las jornadas de trabajo para trabajar todos, fomentando al tiempo valores como las relaciones humanas o el ocio creativo frente al consumo compulsivo. Por terminar con la dependencia económica de los países del sur, que vistas las desigualdades aún podrían crecer económicamente.
¿Por qué debería chirriarle al hijo de un huertano una vuelta a algunos de los valores del estilo de vida tradicional? Que la teoría tiene lagunas es cierto, que quizá muchos de sus planteamientos pecan de utópicos también, pero uno de sus puntos fuertes es que se considera abierta, que todos podemos contribuir a mejorarla y la podemos aplicar incluso en nuestro entorno.
Lo verdaderamente utópico quizá sea pensar que el capitalismo, que se empeña en no ser capaz resolver los problemas que él mismo genera, es la solución. ¿Tendría razón el economista inglés Kenneth Bouldign al afirmar que aquel que “crea que el crecimiento exponencial puede durar eternamente en un mundo finito, o es un loco o es un economista”?
Decía en una conferencia en la Complutense Serge Latouche, uno de los principales impulsores del decrecimiento –y del que he recogido muchas de las ideas expuestas en este artículo- , que habitamos en una sociedad del gasto, de sobreproducción y sobreconsumo que no nos hace felices. Frente a esto el decrecimiento es una matriz de alternativas que tiene como principal fin la ruptura del “homo economicus”.
Citando a Josep-Vicent Marqués, decía Jordi Bigas en su libro El ecologismo español, “un fantasma pequeñito recorre Europa en bicicleta. Es hijo de hippies, provos, ácratas y campesinos, pero tiene un aire a obrero cabreado por la contaminación del barrio y a ama de casa preguntándole al alcalde que qué hacen con los críos si no hay un parque a tres kilómetros. El fantasma a veces lleva gafas de empollón y recita estadísticas alarmantes...”.
¿Y si ese fantasma creciera? ¿Y si la solución a los problemas globales no está en Davos y sí en el Foro Social Mundial? Otro mundo es posible… con el modelo económico actual probablemente no.
Carlos Egio
Licenciado en Ciencias Ambientales y periodista. Miembro del Foro Ciudadano de la Región de Murcia.
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