El Estado español se derrumbaba: hambres y epidemias, un gobierno republicano dividido, el servicio militar que esquilmaba familias por contener las revoluciones coloniales, la guerra carlista… Y ahora Cartagena, la sede de la flota española. Unos minutos más tarde, el ministro recibiría el telegrama más sorprendente que se haya enviado desde la ciudad portuaria: «El castillo de Galeras ha enarbolado la bandera turca». Y así fue.
Sucedió en octubre de 1873, al inicio de la proclamación de Cartagena como cantón. El episodio de la bandera, que en verdad era turca pero teñida con la sangre de un revolucionario, condensa la vida del legendario Antonete Gálvez, el huertano murciano, natural de Torreagüera que, en diversas ocasiones, mantuvo a los gobiernos en jaque.
La historia comenzó unos años antes, cuando en 1869 otra bandera roja anunció a la ciudad de Murcia, desde lo alto del monte Miravete, que Antonio Gálvez Arce encabezaba la rebelión contra la monarquía de Amadeo I. En aquella ocasión, los insurgentes fueron aplastados por las tropas españolas cuando, encaramados a los riscos, se quedaron sin munición. Los diarios de la época describieron a la mayoría de los rebeldes como «gente de la huerta, a juzgar por la ropa que visten». El cabecilla fue condenado a la pena de muerte, que esquivó huyendo a África.
Antonete regresó a Murcia un año después, gracias a una amnistía. La Paz de Murcia anunció que el político, el mismo día de su llegada, recibió en su hogar «la visita de más de 13.000 amigos». El diario, con cierta sorna, apostilló que Gálvez quizá hubiera celebrado más esos apoyos el día de su levantamiento, un año antes. Pero no cejaría en su empeño. Pronto se fraguó el dicho popular que enaltecía la cuna del cantón: «Beniaján, Los Garres y Torreagüera, ¡vaya tres pueblecicos si el Rey los viera!».
En 1872 Gálvez sube al Miravete para protestar por el servicio militar obligatorio. Se envían tropas desde Madrid, aunque no esperó a enfrentarse a ellas. Acompañado por dos centenares de partidarios, se dirigió a Murcia y logró levantar algunas barricadas. El desorden se extendió por las calles. Reventadas las tuberías del gas, la ciudad queda a oscuras. Pero se mantiene en lo alto de la torre de la Catedral la bandera nacional española, custodiada por las tropas.
Al día siguiente quedó sofocada la revuelta. Los republicanos habían luchado con fiereza, como reconoció el diario nacional La Correspondencia. A renglón seguido concluye el redactor: «A pesar de ser los murcianos un mixto entre valencianos y andaluces, han peleado con bizarría». Vaya. Durante un día, Gálvez triunfó. Los diarios de Madrid intentaban ridiculizar a Antonete hasta el extremo de afirmar que por las calles de Murcia «se ven en calzoncillos y algo menos a los sublevados que manda Gálvez». El redactor, por ignorancia o maldad, se refería a los zaragüeles.
El 11 de febrero de 1873, el pronóstico de Gálvez se cumplió con la proclamación de Primera República y fue aclamado en su tierra, además de resultar elegido diputado a Cortes. Convencido de que España debía ser un Estado federal, propugnó la descentralización a través de pequeñas confederaciones de ciudades independientes, cantones, muy parecidas a las remotas polis griegas. El fin último era promover La Federal, un conjunto de estados diminutos que conformaran un Estado superior.
Superado el éxtasis inicial, la nueva república resultó tan débil como los cuatro presidentes que tuvo en sólo un año. Así que algunas ciudades, sin que se aplicara la reforma acordada, se proclamaron cantones. Entre ellas Cartagena, bajo el mando de Antonete, que fue nombrado Comandante General de las tropas.
La Junta Revolucionaria acordó alzar sobre el castillo de Galeras una bandera roja, símbolo de la revolución, aunque descubrieron que no tenían ninguna a mano. Era inaplazable anunciar a la flota y a los cartageneros que el fuerte había caído. Así que buscaron en el semáforo - sistema de transmisión y recepción de mensajes- una insignia roja, hallando sólo la turca. Y hubo que teñirla con la sangre de un revolucionario, quien se prestó voluntario.
El Cantón de Cartagena pasó a la historia como el último que se rindió a las fuerzas nacionales. A Antonete lo condenaron a muerte de nuevo y, otra vez, huyó a Orán. Pero su fama ya era indestructible: Murcia lo aclamaba y destacados políticos nacionales contaban con su amistad. Era un hombre bueno y honrado.
Hasta que en 1891 fue absuelto por un tribunal y nombrado concejal del Ayuntamiento de Murcia, el padre del cantonalismo no aquietó su furia. De hecho, en 1887, cuando murió su esposa, la Guardia Civil intentó detenerlo sin éxito durante el entierro. Y hasta después de muerto, el obispo le negó una sepultura en el cementerio. Allí lo aguardaban tres de sus hijos. Habría de pasar medio siglo para que descansara, esta vez en paz, junto a los suyos.
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